viernes, 25 de diciembre de 2009

El aprendiz de Pelu (II). Torreiffeles a cien

Anochece en París (las cinco de la tarde, tiene narices) y la caída del sol nos pilla en el Arco del Triunfo, monumento a un psicópata megalómano del que no hablaré aquí. Como queda cerca, decidimos llegarnos a la torre Eiffel, a ver qué aberración lumínica han construido con ella. La verdad es que vengo bastante cargado de prejuicios contra la iluminación nocturna de edificios de interés, porque normalmente lo que vemos por Barcelona y aledaños es un derroche de luz (anaranjada sólo en el mejor de los casos) apuntando hacia el cielo. Pero queda una esperanza: Rafa ha dicho que solamente la iluminan a las horas en punto y durante algunos minutos. Y lo que dice Rafa sobre iluminación va a misa.

Llegamos a la torre, y... bueno, una discreta iluminación dorada-anaranjada sin demasiado brillo, no está mal. Saco la cámara y me pongo manos a la obra, pero al poco se oyen unas campanadas lejanas, e inmediatamente parece como si a la pobre torre le hubieran vaciado por encima todos los todoacienes chinos de l'Ille de France: la sobria arquitectura metálica se inunda de lucecitas estroboscópicas que frustran cualquier intento de hacer una foto decente, para loor y gloria del ego de algún puñado de lampistas enloquecidos. Tras mandar mentalmente a la mierda a dichos lampistas, los mando también verbalmente y me guardo la cámara. Y ése era el momento que estaban esperando los lampistas dementes para subir la palanca y dejar la torre a oscuras otra vez. Mierda, una foto preciosa y yo con el trípode en un apartamento del Marais; como castigo, me voy a hacer un piercing nasal con él en cuanto vuelva. Pero antes, y dado que el permanente moquillo que la temperatura parisina viene provocando en mi nariz podría llegar a oxidar el trípode, intento una solución desesperada: soporte de cámara a base de abrigo y barandilla de puente (eso sí: sin quitarme la correa del cuello, no sea que acabe sacando fotos del Sena desde dentro; el esguince vertebral producido por la altura de la barandilla es lo de menos). Y aquí está el resultado:


Después de un breve garbeo por entre las patas de la torre, donde todavía hay gente haciendo cola para subir, vamos hacia una avenida y unos jardines con escaleras (el llamado Trocadero) desde donde es posible que encontremos una buena perspectiva para fotografiar la dichosa torre. Y en efecto la hay, con estatua y todo para dar un cierto efecto poético. Además, cuando llegamos los lampistas han vuelto a encender la torre pero se les ha fundido la mitad de las bombillas, precisamente las que habían comprado a los chinos (así les han ido). Toda una mejora:



Encantados con el resultado final del paseo, volvemos al apartamento parando por el camino para cenar algo. Final feliz, por ahora.

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